Diario de un aprendiz de panadero: instrumentos

Además de la harina, las masas y el resto de los ingredientes, nos rodean instrumentos, de todo tipo, grandes y pequeños. A mí sobre todo me gustan los pequeños; pequeñas cosas metálicas con números y letras. El instrumento más importante es el horno, ya hablé de él un día. Cada uno de los 5 pisos tiene un panel de control, es algo así como pilotar la nave panadera a través de la oscuridad de la noche, variando la temperatura, la cantidad de vapor, el tipo de calor; todos esos botones y lucecitas.

DAPCompacta

En su día renegué de la fermentadora. Es cierto que es un armario un tanto anodino, pero también tiene momentos de gloria, como este (que da gusto verlo, con sourdough y panes de centeno, 5 semillas y briochitos).

DAPMETFermentadora

En la fermentadora se ven varios cestos, unos de mimbre y lino, y otros de plástico (para que no se peguen las semillas); son los banastillos (o bannetons, como se les suele llamar). Es un pequeño objeto al que le coges cariño, lleno de harina, siempre esperando contener el pan durante unas horas, y luego verse apilado en una esquina. Me caen bien los banastillos.

DAPMETBanettons

Varios de los panes que hacemos son de levadura natural (masa madre), así que su fermentación es más lenta que la del pan hecho con levadura comercial. Además, algunas de las masas tienen tanta agua que, si las dejáramos fermentar sin un soporte, acabaríamos siempre con una torta; así que los banastillos dan soporte y, como son porosos (los de plástico tienen agujeros), no se pegan y crean una mejor corteza.

Tal vez el instrumento más icónico del panadero sea la pala; tenemos una mediana (el horno debe de tener un metro de profundidad). La pala es la primera en presenciar el milagro del pan. Desde que toca una masa fermentada, aún tibia y tierna, hasta que extrae del horno una hogaza lista, caliente y llena de aromas. La cuchilla es su compañera.

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Hay belleza en la amasadora. Tiene 2 velocidades: la de mezclado y la de amasado propiamente dicha. Dependiendo de la masa, una y otra cambian para obtener el resultado deseado. La velocidad de mezclado es un rumor suave, la de amasado un trantrán muy agradable. Algún día que he llegado un pelín tarde, ya estaba en marcha, y al oírla tan sólo pude pensar: «La amasadora está en funcionamiento, todo está en orden».

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Dependiendo de las masas, con el girar de la cubeta y la espiral, se crea una especie de flor que me parece hipnótica.

También tenemos varias amasadoras para los dulces, una es grande y tiene un brazo poderoso, cuesta sostenerlo con una sola mano (ya sea la pala o la espiral), pero al hacerlo te sientes como el mismísimo «Señor de las cookies«.

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Los dulces, de hecho, tienen toda una retahíla de accesorios: moldes, bandejas, blondas, dosificadores, cortadores, mezcladores, etc. Verlos funcionar es un pequeño placer, contienen por unos instantes esos delicados sabores y texturas.

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No obstante, hay una máquina aquí que no me hace mucha gracia: la cortadora. Entre los panes que hacemos cada día, están los destinados a la venta directa, y varios van embolsados en rebanadas. Reconozco que me da pena.

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La cortadora de pan es un instrumento terrible. De cerca parece un órgano maléfico, incluso la entrada de una catedral de arquitectura setentera. Un día se rompió una de las cuchillas y Andy, que es muy manitas, la desmontó casi entera y la arregló.

Por último, hay una parte esencial en nuestro equipo de trabajo, el słownik kieszonkowy (en su día era Nowość).

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Aunque parezca mentira, creo que he sido el primero en traer un diccionario a este lugar. Pocas cosas mejores: noche, pan, palabras, café. Ciasto, gotowy, herbatka, chlebek, śmietanka.

Hace un par de noches me enseñaron un hito de la música polaca, Dziwny jest ten świat (Extraño es este mundo) de Czesław Niemen, pionero de la canción protesta y el rock polaco. A pesar de que mis polacos son más de tecno o heavy metal, al escuchar esta canción (todo un himno, por lo que parece) mostraron un gran respeto, casi fervor.

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Diario de un aprendiz de panadero: panes

Cuando vine aquí sólo pensaba en pan; en panes, para ser más concreto. Había hablado con Yotam Ottolenghi y con Dan Lepard (propietario y creador de los panes), y me habían dicho que era una gama corta que hacía énfasis en los ingredientes y en largas fermentaciones, ya está. Pero la verdad es que, después de estas noches, el pan en sí es sólo una parte de lo que estoy aprendiendo. Digamos que he templado ese ansia, esa urgencia por tocar, por sentir las masas. He aquí una pequeña nota distendida sobre los panes que hacemos cada noche.

Aunque en mi vida hago continuamente bastante pan, soy una persona de una receta; me gusta repetirla, probarla una y otra vez, ir conociéndola y haciendo ligeras variaciones (o ninguna) para ver como emergen los pequeños matices: las harinas, los tiempos, los factores externos. El pan que comemos en casa es la misma receta de la que he hecho cientos de variaciones en más de 4 años. Así que la repetición de estos panes colma mis aspiraciones de observación y estudio. Tan sólo me gustaría poder quedarme aquí todo el año, para ver cómo se panifica en otoño, en invierno, etc.

Aquí también prima la sencillez, y tenemos nuestro librito con las fórmulas: cada noche empieza por el de fermentación más larga, el sourdough. Un pan con motivos para ser el favorito de cualquiera: una madre poderosa con un sabor complejo, y una mezcla de harinas soberbia: trigo, centeno… Es un pan en cuya elaboración se invierten tres días, un cóctel de aromas y gustos formidable: cereal, regaliz, crema agria, caramelo, etc. Ottolenghi es famoso por sus desayunos, y me imagino que una tostada de sourdough simplemente con mantequilla puede colmar las aspiraciones del más exigente. En la foto la miga sale más clara de lo que es, tal vez en las fotos de las comidas que puse ayer se aprecie mejor.

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El de centeno es un primo lejano, también elaborado con masa madre, y de nuevo con una mezcla de harinas que intenta exprimir el máximo sabor. Aunque es un pan de centeno al estilo centroeuropeo, no es tan denso como pudiera parecer. Eso sí, la masa es tan pegajosa que hay que bolearlo en plan chotis, en un centímetro cuadrado, casi acariciándolo. Entre otras cosas, lleva copos de avena y miel, para dar aún más humedad a la miga, prolongar su duración y enriquecer su gama de sabores.

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Mientras fermenta el sourdough hacemos el pan más rápido, el stiratto (mis polacos alucinaban cuando les dije lo que significaba stirare). Antes se hacía en largas barra rectangulares, estiradas, pero ahora lo hacemos en panecillos, tipo chapatitas. Es muy esponjoso y con una estructura muy abierta. Hay que andar con ojo con el horno, ya que son unos panecillos ligeros, y se te pueden tostar por menos de nada.

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Otro pan de inspiración italiana que hacemos es la focaccia; la hacemos con diferentes ingredientes (de hecho, los cambian cada año). La que más me ha sorprendido es la dulce, de uvas y semillas de hinojo. Según sale del horno se le dan un baño dulce, es una cosa muy chocante, ¡y rica!

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El fin de semana hay un pan especial, el de cinco semillas. Tanto por dentro como por fuera va llenito de semillas (¡curiosamente no son las mismas!). Cuando metes el pan al horno, las semillas de sésamo empiezan a chisporrotear como si fueran palomitas de maíz, y cuando abres la puerta a media cocción, sale un vapor lleno de olor a tostadero de café.

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El pan que se ha hecho un hueco en mi corazón panadero es el que menos esperaba: el italiano. Lleva polenta, harina italiana de trigo blando y una biga que le da un carácter profundo. A pesar de ser blanco y muy esponjoso, dura varios días bien fresco: ha sido toda una sorpresa. Lo hacemos en varios tamaños: desde panecillos para bocadillos, hasta una gran barra de casi 2 kilos para los desayunos (tienen tostadoras de colores cuyo cable cuelga del techo, así que cada uno se monta el desayuno a su gusto).

Este pan da gusto prepararlo, darle forma, comerlo, ¡hasta me encanta mirarlo mientras descansa! (En la foto inferior en unos larguísimos banastillos.)

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Otros panes que hacemos van desde unos brioches barrigudos que se salen de sus moldes (y los briochitos para los bocadillos), hasta un lavosh crujiente con semillas de sésamo, calabaza, nigella e incluso miel.

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La verdad es que, cada vez que me paro a pensar en estos panes, me parece asombroso y me provoca respeto (y admiración) que se hagan todos aquí, por la noche, en este pequeño obrador en mitad de Londres. A veces me pregunto qué pensará la gente que se los come (es una preocupación que no suelo tener cuando hago pan en casa); me pregunto si pensarán en mí, en nosotros, los panaderos polacos. Aunque hemos vuelto al tecno polaco duro, aquí va mi canción favorita de este verano: W drodze, de Artur Rojek, el cantante del grupo Myslovitz, mi grupo polaco favorito.

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Diario de un aprendiz de panadero: entre horas

La última vez que trabajé en turno de noche fue en 1998, en un buen hotel de Amsterdam; hacía la contabilidad nocturna junto a dos paquistaníes y un chino canadiense. Allí comíamos puntualmente a las dos de la madrugada; dado que Amir y Khuram eran musulmanes, yo tenía que probar su comida cuando era sospechosa de contener cerdo, a cambio me gané unas cuantas cintas de Nusrat Fateh Ali Khan. Aquí el horario de comida es más caótico, muchos días comemos en función del trabajo que tengamos, otros días es una cuestión más de pura hambre. No obstante, siempre es motivo de alegría; yo lo llamo los momentos «Dabai Nalibai»*. Creo que un día que comíamos sonaba esa cancioncilla; son esos momentos en los que estás a medio hacer una cosa, muerdes un bocado furtivo de algo rico, y no puedes evitar mover las caderas (y la barriga) al ritmo de la música mientras masticas y agitas la cabeza.

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A veces es algo rápido e improvisado como unos huevos fritos, con buen sourdough de la casa; Andy se sorprendió porque yo no quisiera ninguna salsa con ellos, tan sólo untarlos con pan. Otras veces el turno de día nos deja algo preparado, como una quiche. La quiche lorraine (y las otras tartas saladas cuajadas con huevo, como la de salmón y alcaparras de la foto) nunca me ha despertado mucho interés; pero desde que el otro día me quemé de lo lindo con una, ya no me hace ni pizca de gracia. Las ves tan tranquilas terminando de cocerse en el horno, lindas, llenas de sabrosos ingredientes; pero las carga el diablo.

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Otros días, mis compañeros polacos me sorprenden con alguna especialidad. Sean unos nalesniki (unas tortitas hechas con nata), una sałatka (pronunicado «sauatka», ensaladilla rusa), o un guisillo de pollo y pimiento que parece gustarles mucho; todos ellos platos sabrosísimos.

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Por lo que me contaron, la ensaladilla rusa es un plato navideño en Polonia (y en mi casa, que la hace mi tía Mari Pili); yo les dije que en España una ensaladilla y un túper junto al mar es la idea de verano de medio país.

Otros días aprovechamos algunas sobras; como el día que sobró un poco de masa de focaccia y la estiramos poniendo bien de ingredientes de todas las que hacemos; no contentos con ello, la rellenamos de beicon asado en el horno.

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Yo les he hecho tortilla de patatas un día. Mis tortillas son bastante mediocres, usé patatas inglesas de puré y lidié con una sartén dificilla; aún así se comieron las dos que hice, e incluso dijeron que estaba rica: son muy majos. ¡Dabai Nalibai!

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Qué gusto volver a la esencia de este blog por un día.

*Dabai nalibai significa algo como «sírveme», alcohol, se entiende.

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Diario de un aprendiz de panadero: gestos

Después de un par de días libres, mañana por la noche vuelvo a la rutina del pan. Es un poco extraño, vivo mi rutina con 12 horas exactas de diferencia respecto a la mayoría: entro a trabajar a las 8, me acuesto entre las 9 y las 12. Así que los días libres son un vagar dando cabezadas aquí y allá mientras intento socializarme al ritmo de una persona normal.

A pesar de que acabé muy cansado de los últimos ocho días seguidos en la panadería, durante los días libres no he deseado otra cosa que estar allí, incluso encontré una excusa para pasar a saludar; es un lugar agradable, cálido y tranquilo (a pesar del ajetreo). Hallo una calma especial en la repetición de los gestos, los que me encantan y los otros. Como si las manos los echaran de menos, ahora que los han memorizado.

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Me gusta la ropa que llevo, hay un toque marcial en la botonadura doble de las casacas que me encanta. Nada más ponérmela me gusta lavarme bien fuerte la cara y las manos, lo repito cada día, a modo de despertar en el anochecer londinense. Una vez listo, viene el mezclar las harinas y masas. Me gusta pesar las harinas y después accionar la amasadora, con su trantrán. Pero, sin duda, uno de mis gestos favoritos es dividir y pesar las masas.

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Enfrentarse a un pelotón de 20 kilos de masa armado con una paleta; da hasta pena cuando llegas al último pedazo. Bolear y formar son también de las cosas que más me gustan, el contacto directo con la masa. El pan italiano que hacemos se forma de una manera particular, haciendo un paquetito. Es una masa ligera y llena de aire, así que la tratamos con delicadeza, como si fuera un regalo precioso que hay que envolver suavemente con las puntas de los dedos.

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Con la amasadora (otro día hablaré de las máquinas e instrumentos) tengo una relación especial; me encanta el momento en que ha acabado de amasar, ese instante en que te agachas para recoger con las dos manos la masa lista. Hay que usar muchísima fuerza, no sólo por el peso de la masa, sino porque tiende a adherirse a las paredes; así que usamos un poco de aceite en las manos para evitarlo. Lo malo es el momento de limpiarla, un verdadero tostón. Al poco de llegar, creo que me gané la confianza de Andy el día que me ofrecí voluntario para limpiar la amasadora. También, con el tiempo y el error, aprendes por qué hay que amasar la biga en último lugar: al ser tan sólida, limpia por ti gran parte de la amadora.

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Mientras hacemos esto, Grzegorz no para de picar, rallar, moler, batir, etc. De hecho, muchas veces no hace falta que le mires para saber lo que está haciendo, como cuando se pone a rallar el rábano picante, un olor que incluso se impone al del pan en los hornos.

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No obstante, el gesto panadero que más me gusta es el de cargar el horno con la pala; creo que es la imagen del panadero que tienes desde niño, y es cierto que sacar las hogazas del horno es una satisfacción sin igual. Creo que acabaré haciéndome un retrato con la pala, posando como un sujeto de August Sander.

Al final de la noche, lo último es cortar y embolsar el pan; hay varios modelos de bolsa (las del sourdough me parecen muy chulas), todas se cierran con una pequeña pegatina con la lista de ingredientes (si aprietas demasiado, se corre la tinta). Después, ordenamos las cajas y cestas, y lo dejamos todo listo para el reparto. En la imagen, unas bolsas de sourdough junto a unas hogazas de pan integral de 5 semillas, también de masa madre.

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Como cada día, siempre suele haber para picar algún resto de lo que hace el turno de la mañana, o alguna prueba de lo que está inventando Helen, la desarrolladora de nuevos productos (mi trabajo soñado).

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En la foto, unos «yoyó» de limón; perfectos para un té de madrugada.

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Diario de un aprendiz de panadero: dulces

Creo que la primera imagen que tengo de Ottolenghi es de 2004, y son unos preciosos merengues rociados con coulis de arándano que siempre adornan su escaparate. Nunca los he comido, pero para mí son inolvidables. Aquí hacen una versión reducida, para su venta en bolsa.

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Aunque por la noche nuestra actividad principal es hacer pan, de vez en cuando tenemos algún encargo dulce. Siempre son cosas muy sencillas; el turno de día es el que hace las cosas más complejas (¡y deliciosas!). Cada dos o tres noches nos suelen encargar cookies o scones, alternativamente (aunque a veces hemos hecho las dos cosas el mismo día). Es más repetitivo que laborioso, porque se trata de hacer cookies a lo burro: 30 kilos cada vez.

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Y algo parecido de scones.

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Yo nunca he sido muy de cookies, me parecen muy grasientas (incluso un poco chabacanas), pero después de hartarme de su olor, creo que aún me apetecen menos. Puede que sea lo que menos me gusta de aquí. Y eso que las hacen con mantequilla francesa de la buena, nueces pecanas y chocolate negro belga, todo de calidad excelsa. Los scones me gustan más, ese olor limpio y nítido a mantequilla, dan ganas de poner una tetera y sacar la clotted cream.

El olor que más me gusta de los dulces de aquí es el de la tartaleta de tres frutas. Me sorprendió desde el primer día; no contentos con encabalgar ciruelas y melocotones sobre una masa de mantequilla y crema de almendras, ¡ponen una tercera capa de albaricoques debajo! El olor es fantástico. Cuando muerdes, te sorprende la capa inferior de buena fruta enterrada en ese sabor mantequilloso y almendrado

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Otra tartaleta que me encanta oler y mirar es la de manzana. Es similar, pero va sobre una base de masa integral, todas las rodajas de manzana son exactamente iguales, y es que sólo usan el centro de cada manzana para esto (el resto se reutiliza en otros dulces). Para acabar el dulce antes de meterlo al horno, lo espolvorean con azúcar de vainilla (con trocitos negros de vainilla de verdad). Al meterla al horno, el azúcar se funde y sólo quedan los puntitos negros sobre las rodajas de manzana, me encanta.

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Antes de volver a España voy a pasarme por el turno de día, me interesa mucho ver cómo hacen el hojaldre y los demás dulces. Hacen de todo, cruasanes, napolitanas, etc. Con algunos cruasanes hacen una de las cosas que más curiosidad me provoca, los rellenan de una crema que es mitad pastelera, mitad almendra, y los hornean hasta que huele aquello que trasciende. Pero no sólo hacen hojaldre dulce, también lo hacen salado, como unos cheese twists bastante bestiales.

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Nosotros por la noche lo que más vemos son los restos (o los preparativos) de su trabajo, así que la curiosidad se dispara ante las cosas que vas viendo.

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Lo que sí hacemos por la noche son los buenos muffins, mis favoritos creo que son los de mango y fruta de la pasión, espolvoreados con azúcar glas y regados con un zumo espeso de fruta fresca que hace el turno de día. Los de arándanos les siguen de cerca.

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Lo bueno es que, como se hace cantidad, siempre sobra alguno para el staff. Son estos ratitos los que redondean una buena noche, como la de hoy. Ha faltado un compañero, así que el panadero ha tenido que sustituirle, y me he quedado yo de panadero: la sensación ha sido sencillamente maravillosa; esta noche he sido feliz.

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Diario de un aprendiz de panadero: compañeros

Este mes que estoy pasando en la noche londinense parece en realidad una ensoñación; es algo extraño. Cojo la bici cuando aún es de día, y llego a mi pequeño rincón…¡de Polonia! Y es que trabajo con un equipo exclusivamente polaco la mayoría de los días; y qué suerte tengo. Con voluntad, imaginación y una sonrisa hemos superado los problemas de idioma, y pasamos las horas con la camaradería especial que da la noche. Estos son mis compañeros.

Andy es con quien más tiempo paso, siempre tiene una sonrisa en los labios y es muy paciente con mis preguntas. Aprendemos el uno del otro. En el pasado era carpintero, y se nota porque es un hombre muy hábil con las manos y no hay masa que se le resista. Aquí debajo, cortando una masa de stirato.

DAPAndy

El padre del equipo es Henrik, un hombre bonachón, que siempre está de aquí para allá limpiando y recogiendo todo. Apenas se expresa en inglés, pero te mira a los ojos y te habla en polaco sin parar durante 2 minutos seguidos, con esa convicción que tiene la gente sencilla de que el idioma es un atributo universal y, sorprendentemente, de que le estás entendiendo.

DAPHenrik

De vez en cuando nos cocina algo (no me ha quedado claro si fue cocinero o carnicero). Un dia nos hizo nalesniki, unas tortitas típicas polacas con smetana. Al intentar explicarle que en España no se consume la creama agria, me miró con asombro, se detuvo y, poniendose los dedos índice en las sienes imitando a un toro, me dijo asustado en polaco: «Pero, ¿no tenéis vacas?». Lo entendí perfectamente. Yo me eché a reír e intenté explicarle que sí que hay vacas, y muchas, pero que lo agrio en España no es un sabor que triunfe. Me encanta cuando se pone a afilar las tijeras usando el cuello de una botella de agua de rosas.

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Luego está Grzegorz; bueno a Grzegorz no le gustan mucho las fotos, así que lo único que he conseguido es que posara para mí el otro día exprimiendo un limón. Es el más jóven del equipo, al que siempre recurro para aclaraciones idiomáticas, creo que le despierto mucha curiosidad, llegando de España a trabajar en verano en Londres, con mi bicicleta. Lo más normal es que al enseñarle un pan que acabas de hacer te mire con sorna y te diga: «That’s rubbish».

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Y por último está Robert, el más polivalente. Lo mismo hace pan que dulces, sandwiches, o lo que le pongan. Es un hombre risueño (a pesar de lo que aparece en la foto). Viene de la zona noreste de Polonia, casi ya en Bielorusia. Siempre que le preguntas por su casa, te cuenta con orgullo que es el hogar del bisonte europeo, el mamífero terrestre salvaje más grande de Europa. Un día me contó su historia. Él debía de ser futbolista, y bastante bueno, creo que llegó a jugar en segunda división, pero fue ya hace mucho tiempo. Un día, hablando del pasado, me dijo: «Me vine a Londres con 50 libras y tres paquetes de tabaco». Es un hombre fuerte.

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Estos son mis compañeros, con quienes comparto mis noches: la presión del trabajo y la alegría de trabajar. Por lo que he visto hasta ahora son gente acostumbrada al trabajo duro; aunque puedan quejarse del dinero, del transporte en Londres, etc., no he visto que tengan la picaresca de rehuír el trabajo, de esconderse, muy al contrario.

No es extraño que en alguna pausa, sonando alguna canción como esta, cojan el móvil y me enseñen con nostalgia fotos de sus bellas y rubias mujeres y de sus hijos, allá en Polonia.

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Diario de un aprendiz de panadero: harinas

Paso la noche entre harinas, es fantástico. Entre las harinas, los fermentos y demás, no sé ni cuantas veces me puedo llegar a lavar las manos en una noche, de veras que me gustaría contarlo.

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Sobre todo al principio de la noche, en el momento de las mezclas, está todo lleno de grandes cubos con ruedas, que contienen los distintos tipos de harina. Cada cubo tiene su librador de plástico; cabe más de un kilo de harina en cada uno. Entonces empieza la magia. Las harinas empiezan a mezclarse, es algo casi musical, cada una da su nota en el resultado final del pan.

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La verdad es que en harinas tampoco se escatima; las hay británicas, francesas, italianas, irlandesas, de todo. Algunas son orgánicas, otras tienen el «appointment» de su majestad (lo cual siempre es un alivio). Nunca he contado todas las que hay, porque algunas las usan en pastelería, así que los chicos del pan no las tocamos, pero la verdad es que tienen que pasar la decena. Una pequeña muestra.

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Sin ser exhaustivo: desde la harina «Gruau vert», la primera por la derecha, que es la más sedosa, finísima, a la italiana de trigo blando, que es la más amarillenta, la que más huele (qué aroma) y la más basta de las blancas (me encanta esta harina); a la primera por la izquierda, la clara de centeno; o a la cuarta por la izquierda, la espelta integral, cuyo color me maravilla. Algunas harinas me gustan antes incluso de salir de su saco.

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Las harinas se mezclan entre sí, con otras harinas, otros cereales, semillas, grasas, edulcorantes y demás. Y, claro está, con los fermentos y levadura. No usamos demasiada, la verdad.

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Una cosa que me gusta admirar cada noche es la malta. Usamos una malta finísima. Una pena no haber hecho un vídeo, porque cuando mueves el bote de malta, se comporta casi como un líquido, de lo finísima que es. Como la toques con las manos húmedas, te cuesta quitártela de los dedos; tiene un olor delicioso (y eso que no soy nada amigo del exceso de malta en el pan) y el sabor es para tomársela a cucharadas; muy suave pero con un toque nítido a cerveza, a miel, a cereal, y al Ricoré que me daba mi abuela en San Sebastián.

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Hoy nos ha tocado noche de limones. Hemos rallado, primero, y exprimido, después, 25 kilos de limones. En cuanto teníamos un rato, lo aprovechábamos para rallar. Han salido 1300 gramos de ralladura de limón y unos 11 litros de zumo. La ralladura me parece muchísimo, ¡una veinticincoava parte de cada limón es su ralladura! Me gustan estas pequeñas observaciones. Como cuando, preparando pan de nueces, observé que las nueces pierden la mitad de su peso al pelarlas. Además, no ha estado tan mal porque tenemos un exprimidor superchulo, es de esos profesionales que giran a toda pastilla.

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Es francés, me encantan los colores (por lo que veo es un diseño clásico, de los años 50). Mientras rallábamos limones sonaba esta canción de Krzysztof Krawczyk: después del tecno y de unos días de Polskie Radio Londyn, estamos más melódicos. Mi polaco avanza despacio pero seguro. Otro día hablaré de mis compañeros polacos, buena gente para estas noches de pan.

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