Hornija es un pequeño pueblo perdido en los montes del Bierzo, a donde se llega después de subir y bajar y subir más. Allí, al igual que en muchos otros pueblos (aunque cada vez menos), se perpetúa aún el uso comunitario del horno del pueblo. Después de dar unos cursos en Cando, su maravillosa granja escuela, Ricardo Pérez Palacios me acercó a compartir un rato con María, Ovidio y Agustín. María, la madre, me enseñó el horno con orgullo. Es un precioso horno de barro, de bóveda picuda y suelo ajado por el uso. Se encuentra en el centro del pueblo, junto al lavadero, donde se dan cita las mujeres para comentar el día. En esta pequeña aldea, a medio camino entre León y Galicia, el pan es blanco pero denso, metido en harina. María hace unas hogazas de cerca de dos kilos, alargadas y gordas con dos huecos en la corteza, cerca de los extremos que hace con sus dedos para que al pan no le salgan ojos bajo la corteza.
María amasa todo un saco de 25 kg de harina en casa y, una vez fermentada, lleva la masa al horno para cocerla. Igual que antaño, de una hornada a otra conserva la masa madre, el fermento, pero hoy en día la mete al congelador para no depender de que otra vecina le pase un trozo. Es curioso este sincretismo entre métodos arcaicos y la tecnología moderna. Camilo, otro vecino que hornea su pan en el mismo horno, me contó que él congela su pan una vez cocido. Aunque sus hogazas, también de más de dos kilos, le duran perfectamente los casi 15 días que hay entre hornada y hornada, me comentó que le gusta congelar su pan, por comodidad. Pero que en vez de congelarlo nada más se enfría, prefiere esperar un par de días, ya que ha observado que así evita que el pan se descascarille al descongelarlo. Camilo usa harina blanca, recuerda cómo cuando en el cueblo se cultivaba centeno solían mezclar el centeno (bien tamizado) con el trigo. Tanto Camilo como María tienen su propia pala para manejar las piezas en el horno (cuya solera tiene unos dos metros de diámetro): se comparte el horno pero no la pala. Cada panadero tiene su pala, su artesa y su sábana donde reposan las masas. Todos los bártulos del pan. Hoy en día, además del congelador, se ha sumado a su quehacer la levadura, que hace que los reposos no sean tan largos como antaño. El pan sigue siendo bueno y sabroso.
Además del horno, María me enseñó sus cerdos, sus ovejas, el secadero de castañas, la bodega del vino que hace Ovidio, los jamones y costillares de la matanza. Acompañados de Ovidio y su hijo Agustín nos merendamos unas buenas lonchas de jamón, chorizo, pan y vino casero. Gente que vive un modo de vida casi autosuficiente y que hace gala de esa generosidad infinita y abrumadora: gente para la que nunca hay suficientes ristras de chorizo sobre la mesa para demostrar hospitalidad.
El año pasado, cuando vine a dar unos cursos aquí, conocí a Yerai en un día inolvidable; para la próxima visita queda pendiente una hornada en Hornija con María.
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