Salí de Bilbao de noche, bajo la lluvia de marzo, dispuesto a recorrer los 120 km hasta Hinojedo, en el corazón de Cantabria, sin saber que iba a llegar en realidad a un lugar pretérito, un espacio donde las cosas se hacen de otra manera.
Conocí a Isa y Míguel hace un tiempo, juntos montamos uno de los cursos más inolvidables que he dado, una tarde lluviosa acabamos haciendo pan en la casa del cura de un pueblecito de 500 habitantes. Es difícil de explicar, pero algo especial rodea a estas personas; por suerte, un día a la semana llevan eso que ellos tienen a su obrador, un espacio en mitad de la noche y el tiempo, donde la única máquina que hay es el horno y lo único que importa son sus manos; las manos de Hinojedo.
En La Yelda todo el pan se amasa a mano, con la ancestral técnica del golpeo. Los casi 100 kg de masa se dividen en pequeñas piezas y se lanzan contra la artesa, esto se repite cuatro veces. Acabado este primer amasado, la masa se lanza otra vez, pero en esta ocasión, las piezas se lanzan estirándolas para desarrollar la elasticidad de la masa. Y de nuevo se vuelve a repetir la operación cuatro veces. Es así para cada masa, cada noche de horneo, como posiblemente haya sido durante milenios: lanzar, recoger, amasar, volver a lanzar. La masa es siempre integral (de varios granos, con semillas, etc.), ecológica, elaborada con masa madre natural (yelda) y se trata con mimo, tocando cada gramo, acariciando cada hogaza.
Mientras pasan los largos minutos del amasado, entran al horno las primeras piezas de la noche, unos bizcochos de algarroba; cuando salen, su aroma es más estimulante que el mejor de los cafés.
Tras la primera fermentación de las masas (tibias, inmensas, tapadas con mantas en la artesa, increíble visión) comienza el recital de manos. Manos firmes, manos suaves, manos rápidas. No sobra el espacio, así que la propia artesa (panera) sirve de improvisada mesa de trabajo. El ir y venir de manos y masas y masas y manos es hipnótico.
Nos envuelve la música y el olor a pan, a madre. Míguel es (entre otras muchas cosas) músico profesional, apasionado por todo lo que suene en cualquier lugar del mundo y toca en un grupo de música folk. Conoce viejas canciones tradicionales destinadas a las labores y faenas, como las viejas tonadillas para amasar pan.
La música suena toda la noche y no es raro que, entre amasado y amasado, se les vayan los pies. Bajo la lluvia y la noche, bailando entre panes, no es mala cosa. De hecho, las bromas son continuas; corre el té y, ya mediada la noche, llega Estela con el desayuno. Ella también echa una mano con el formado de las últimas piezas.
La Yelda es un proyecto humilde, un pequeño horno da salida a toda la masa en hornadas sucesivas. Para aprovechar mejor el espacio usan moldes; para diferenciar las masas (sobre todo la escanda y el trigo), cada tipo de pan lleva un corte característico; antes del corte utilizan unas pegatinas con cada nombre.
Mientras los primeros panes ya están casi listos, el primovel (una masa dulce con trigo, avena, almendras, algarroba y sésamo) va tomando forma. La masa integral se embadurna de crema de algarroba y se enrolla. Una vez cocido, el pan se abre dejando ver (¡y oler!) su interior. Isa me explica con detenimiento cómo lo hacen, cómo fueron desarrollando la receta, probando y afinándola. Además de su surtido normal: centeno, trigo, escanda, semillas, etc., cada estación tienen un pan especial; primovel, branu, tardiu, invernu y otras elaboraciones aún más especiales, como el de calocas (algas). Isa es de Madrid, pero tras muchos años en Cantabria utiliza los deliciosos diminutivos en -uco, aspira las haches y su hablar se ha modulado hasta adquirir el cantar único de las gentes de esta tierra.
En La Yelda hacen dos tamaños de pan (kilo y medio kilo) y está todo vendido antes de entrar al horno, así de sencillo. Isa y Míguel tienen muy clara su función, son un pequeño obrador que sirve una vez por semana a una comunidad reducida, amigos de una asociación de consumo ecológico y conocidos. Cada pan sale del obrador en una bolsa con el nombre de la persona que se lo va a comer. Mientras escribe los nombres, Isa recorre de memoria la lista de personas, todas conocidas, que comerán su pan. En la imagen un pancito de trigo de medio kilo.
Ahora sólo queda limpiar, ordenar y acabar de empaquetar los panes. Ha amanecido y ya no llueve. Tras 10 horas sin parar de amasar, formar, hornear y limpiar, aún hay ánimo de sobra para bromas y sonrisas. Sin duda esta es gente especial, buena gente. Isa, Estela y Míguel (a pesar del cuchillo, es un pedazo de pan).
Saliendo por la puerta del obrador, el amanecer me regala otra visión memorable de este encuentro. El Cantábrico a un lado, los Picos de Europa nevados al otro: verde país, la Tierruca.
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